Una lucha personal y cotidiana

Toda la vida, hasta hace muy poco, me identifiqué y me identificaron como mujer.

No es difícil darse cuenta de que una vive en un mundo donde ser mujer acarrea discriminación y opresión. Pero sí es más complicado aprender a verlo en los pequeños sucesos cotidianos.

Y muchos de esos sucesos cotidianos se nos hacen invisibles porque los miramos a través del cristal de nuestro género, pero pocas veces ponemos en cuestión al mismísimo cristal con que miramos.

Pero el cristal del género se viene resquebrajando desde hace décadas. Las categorías «hombre» y «mujer» se descubrieron como límites impuestos a la libertad de las personas.

La libertad de decidir por nosotrxs mismxs qué o quiénes somos.

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Una vez que comprendí que más que un cristal para mirar, el género es unas anteojeras para no ver, mi propia existencia se vio transformada.

Tomé la determinación personal de destruir dentro de mí todo rastro de un binario obsoleto y sin sentido.

Ya no quiero ser mujer. Ya no puedo ser mujer.

Tampoco puedo ser hombre, porque tal identidad tiene el mismo problema y los mismos límites (aunque con algunas ventajas) que la identidad mujer.

Debido a esta imposibilidad tanto de existir dentro del binario como de escaparme de él, por un tiempo me definí como «engendro mutante». En cierta forma lo soy.

Pero esa tampoco puede ser mi identidad, ni la deseo.

No soy un monstruo, por mucho que me salga de las reglas que otrxs inventaron para mí.

No soy un mutante, por más que prefiera el cambio constante al estancamiento y la podredumbre.

Soy una persona.

Soy un ser humano.

Y yo cuento mi propia historia.
 
 

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